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Los derechos humanos de “tercera generación” son producto del constante, natural y vertiginoso avance de la vida humana en todas sus facetas. La imperante necesidad de los Estados de regular y proteger todos estos derechos, surge por situaciones (muchas veces negativas) que se dan en circunstancias históricas determinadas, que ponen en perspectiva el valor universal que contienen esos principios y las ventajas que conlleva protegerlos.

Con derechos humanos de “tercera generación” me refiero al derecho al desarrollo sostenible, a la paz, a un medio ambiente sano, a la autodeterminación de los pueblos y a muchos otros que se vinculan de alguna manera a lo más valioso que poseen los pueblos de todo el mundo: su identidad. 

En Honduras, tierra abundante en recursos naturales, tenemos la ventaja de contar con algo igual de valioso que la riqueza natural: la diversidad étnica. Juntos, esos dos elementos forman una simbiosis casi perfecta. Muchos grupos étnicos que han habitado el territorio hondureño desde hace siglos y que han desarrollado las tierras así como las tierras les han desarrollado a ellos, conforman uno de los valores más preciados que tiene Honduras y que seguirá teniendo por miles de años (si los sabemos cuidar como merecen). Este valor  es la riqueza cultural.

En el año 2019, según un informe sobre la situación de los derechos humanos en Honduras elaborado por la Asociación para una Ciudadanía Participativa (ACI-Participa), 29 defensores de derechos humanos fueron asesinados en Honduras; la mayoría por conflictos suscitados en torno al desarrollo de proyectos extractivistas. Como todos sabemos, es una práctica común en Honduras desde hace muchos años, la concesión de licencias y permisos de parte del gobierno (con la menor cantidad de trabas posibles) a empresas ejecutoras de proyectos de inversión minera, de generación de energía, de actividades agroindustriales, entre otras. Evidentemente, la mayoría de ellas, escudándose en argumentos como “fomentar el desarrollo de la economía hondureña”, y con el objetivo de facilitar la pronta gestión de los trámites, pasan por alto muchas de las regulaciones municipales, nacionales e internacionales que velan por la adecuada protección de los recursos naturales y de los derechos de los pueblos indígenas. 

Entre las obligaciones más relevantes en el desarrollo de proyectos extractivistas está la consulta que se debe realizar a las comunidades que habitan los territorios que serán objeto de los proyectos. En el caso de Honduras, esto no se trata más que una “socialización” que no cumple con los estándares del consentimiento libre, previo e informado que establece el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Es evidente que en Honduras no se respeta la opinión que tienen dichos pueblos con respecto a la libre determinación de las tierras en las que habitan. Prueba de ello, tristemente, son los múltiples líderes indígenas y tribales, y defensores ambientales que son asesinados año tras año por cometer el “delito” de denunciar los daños cometidos a la tierra que los vio nacer y que verá crecer a sus hijos.

Con un polarizado mecanismo institucional y un débil sistema normativo para la protección efectiva del medio ambiente, de los derechos de los pueblos indígenas y de los defensores de derechos humanos, Honduras pide a gritos un cambio sustancial en el escenario de justicia en materia ambiental. Cuando parece que no queda más que seguir en la misma dinámica de siempre (y atenerse a las eventuales condenas al Estado de parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), surge un instrumento internacional prometedor llamado “Acuerdo de Escazú”, que nos hace soñar más con implementar mecanismos de justicia efectivos que con buscar la justicia fuera de nuestras fronteras.

En el año 2018 se adoptó en Escazú, Costa Rica, el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe, también llamado “Acuerdo de Escazú”. Es el primer tratado para la región latinoamericana y del Caribe en materia ambiental y el primero a nivel mundial que contiene disposiciones vinculantes específicas sobre la protección de defensores de derechos humanos en asuntos ambientales.

El Acuerdo de Escazú, el cual aún no entra en vigor, es un instrumento jurídico moderno y apegado a la cruda realidad que abate a los pueblos latinoamericanos. No solo es un instrumento innovador en materia de protección ambiental, sino también, en su materia natural, un tratado de derechos humanos. En unos tiempos tan convulsos como los presentes, donde los grupos en situación de vulnerabilidad en Honduras sufren los efectos negativos de las arbitrariedades gubernamentales y de la ciega avaricia empresarial, este acuerdo se presenta como una oportunidad esperanzadora para comenzar a trazar un nuevo camino de respeto a los pueblos indígenas y a los defensores de derechos humanos y ambientales.

Es importante resaltar que, al ser aprobado el Acuerdo de Escazú en Honduras, no se permitiría emitir nuevas disposiciones normativas o modificar las ya existentes que vayan por debajo de los estándares que establece el acuerdo (o al menos esa es la idea); pero lo que sí se permitiría, es diseñar una política ambiental actualizada que vaya acorde a los innumerables desafíos que actualmente enfrenta Honduras en materia de protección a los derechos humanos. 

En un país donde la opinión de los dueños o habitantes de las tierras y el uso sostenible de los recursos naturales importan menos que el “desarrollo económico”, es indudable que principios como la participación pública, el acceso a la información y el acceso a la justicia en asuntos ambientales, son inexistentes. El Acuerdo de Escazú desarrolla dichos principios enfocándose en combatir desafíos tan actuales como el cambio climático y la conservación de la diversidad biológica; principios que deben ser la fuente del nuevo sistema de justicia ambiental de Honduras. 

El 26 de septiembre de 2020 concluyó el período, estipulado en el mismo acuerdo, para que todos los países de la región de América Latina y el Caribe depositaran su firma; y, para que entre en vigencia, se requiere la ratificación, aceptación, aprobación o adhesión de 11 países. A nuestro pesar, el gobierno de Honduras no mostró, ni por cerca, señales de querer sumarse a este compromiso regional, y para poder ser parte del acuerdo ahora solo nos queda la opción de la adhesión.

Si se tuviera una visión futurista, el Acuerdo de Escazú perfectamente podría ser el punto de partida para lavar la manchada cara de los derechos humanos de Honduras; porque los derechos humanos son el presente y el futuro de cualquier pueblo que quiera conservar su más preciado tesoro para la eternidad: su identidad.


Nota: Las palabras contenidas en el presente artículo representan exclusivamente la opinión del autor. El Milenio es una organización no partidaria y sin afiliación ideológica.

Alfonso Funes
Alfonso Funes

Alfonso Donald Funes Lagos es un joven abogado hondureño, graduado de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), apasionado por el Derecho Internacional, los Derechos Humanos y las Políticas Públicas, ha cursado diplomados en estos temas con la Universidad Austral de Argentina, la Fundación Konrad Adenauer Stiftung, entre otros. Actualmente ejerce su profesión en la oficina en Honduras de la firma legal regional Aguilar Castillo Love.

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