Tengo tan presente esa noche. “Una cosa te voy a decir,” me dijo, “tenés prohibido ir a Turquía.”
Dos meses después, ya sentada en el avión, a 10 minutos de despegar, recibí un mensaje de mi papá: “Me dice tu mamá que vas de viaje?”
Ay. Ay. Ay…
Después de decirle que iba a Estambul no me habló el resto del fin de semana.
Este cuento tiene dos lecciones. La primera: no le prohíban nada a sus hijos. Para nosotros un “no” es nada más que un reto. Más si somos curiosos y auténticos de nacimiento.
Quisiera decir que aterricé en Estambul sintiéndome tranquila y emocionada, pero después de haber visto noticias del 2016, de los atentados de terrorismo en los aeropuertos… la verdad es que estaba viendo para todos lados.
Después de un par de horas en Estambul todavía seguía con vida, y me logré relajar. Justo cuando iba a cenar vi a un señor con la cabeza vendada. Le hice caras a mi amiga Lucía y empezamos a investigar. Lo primero que pensé fue… ¿que tan cerca había sido el atentado. ¿Y por qué el hombre se veía tan tranquilo? ¿Es normal aquí esto? Pero estaba equivocada. Resulta que Estambul es una de las destinaciones top para trasplante de pelo.
Claramente, ni Lucia ni yo habíamos buscado información, cosa que debimos haber hecho. Para todos los que tienen planeado ir a un país musulmán, les recomiendo investigar aunque sea un poco sobre la cultura, ya que impacta no tan levemente los itinerarios. El Blue Mosque está cerrado los viernes por salat, una oración obligatoria de mañana a mediodía que terminó comiéndonos una hora. Entonces fuimos al Palacio Topkaki en búsqueda de “las paredes bonitas con dibujitos de flores” –si hubiera investigado, hubiera sabido que se llamaban arabescos– porque no podía faltar la foto para Insta.
Lo que no sabíamos era que, al entrar a una de las secciones del palacio, íbamos a descubrir uno de los valores más importantes para los musulmanes. Lucía y yo caminamos por la exhibición, leyendo las descripciones de las espadas del profeta Muhammad, haciendo chistes en el camino. (¿Y será de verdad esto? Este diente capaz es de alguien que se inventó que era de Muhammad.) En el fondo sonaba algo como “jaaaaaram juraaaabraaajaaaam alwaaaaaa shrikaaa jalawaaaam.” Bonita música de fondo, pensé.
Pero no era música de fondo.
Al llegar al final de la exhibición me di cuenta que, sentado detrás de un podio, con un libro del tamaño de una almohada frente a él, se encontraba un señor con la típica túnica y turbante. El señor no cantaba, sino que estaba recitando pasajes del Corán, el equivalente a la Biblia para los católicos. Me quedé fascinada con el descubrimiento, y entonces la única palabra que se me venía a la mente era “devoción.” Jamás en la vida había visto a alguien rezar con tanta devoción. Ni mi abuela, ni mi mamá, ni el Padre de mi misa.
Después de semejante momento de admiración, mi día en Estambul se dedicó a sorprenderme más y más. Llegamos al Gran Bazar justo para el tercer salat del día. Mientras caminábamos en búsqueda de suvenires para Mundo y Raymundo, un mar de hombres y niños se acomodaban de rodillas, inclinaban sus rostros hacia el piso y decían su oración. Me fascinó tanto su devoción que me puse a pensar… ¿cuál era mi miedo?
Los musulmanes eran las personas más pacíficas y humildes que había conocido. El señor que nos atendió en el puesto de kebabs nos dio dos botellas de agua sin pedirle, y cuando ofrecimos pagarle más, nos dijo que no nos preocupáramos. Los taxistas nos daban consejos, los vendedores nos regalaban té de manzana, nos ofrecían Wifi y asiento. Ni una sola persona con la que interactuamos nos trató mal, ni fue pesada, violenta, sospechosa o indiferente (salvo un vendedor en el Gran Bazar que nos dijo que si nos casábamos con él nos daba todas sus carteras. El si fue atrevido.).
Lección número dos: no podemos generalizar ni basar nuestras opiniones en estereotipos denominados por los medios. Sí, el mundo árabe tiene conflictos internos y externos. Pero no podemos categorizar a musulmanes inocentes como “terroristas” o “conflictivos,” porque son lo contrario. Y esto se aplica a todas las culturas, no solo a la musulmana.
Tanta fue la fascinación por los musulmanes que en mi último semestre decidí tomar una clase de islam. No me hacía falta un crédito de religión. Pude haber tomado golf o teatro. Algo fácil. Pero si hubiera sido así, no tuviera el más mínimo entendimiento de lo necesario que es experimentar y aprender sobre culturas opuestas a las nuestras para conocernos a nosotros mismos.
En una de las clases, mi profesor, Dr. Ross, dijo algo que siempre me voy a preguntar… “Si sabemos tan poco, ¿por qué tenemos opiniones tan fuertes?”
Francia Teruel es colaboradora para El Milenio. Estudió publicidad y relaciones públicas en Texas Christian University en Fort Worth, Texas. Le apasiona escribir, ver fútbol y hacer reír a la gente.